Estacionar vehículos es más difícil y extenuante de lo que parece. Pero USD 50 por una noche y la urgencia económica de USD 80 para reparar un daño en mi vehículo resultaban demasiado tentadores como para despreciarlos. Sonaba a ganga…
Aquella fue una intensa semana de labores, con trabajo de adelanto y un matrimonio imperdible del sábado, por lo que la noche de ese viernes se perfilaba ideal para descansar.
Sin embargo tocó dejar de lado la pereza para contestar la invitación, que vía celular, me planteó un primo. Ésta era, básicamente, estacionar carros en una fiesta que se desarrollaba esa noche en Jardines de San Joaquín (Cuenca).
Apenas eran las 19:30 cuando junto a cinco amigos empezamos a ordenar las tarjetas de parqueo, el tablero para colgar las llaves de los autos y a definir las posiciones que ocuparíamos las próximas horas. El mecanismo era sencillo, pero la expectativa crecía mientras escuchaba las anécdotas que brindaban los sistemas de alarma.
Cuando sentí que esa noche tendría un problema fue cuando vi que algunos de los más ‘expertos’ traían consigo enormes chompas y gorros de lana que dejaban en sus autos para cuando el frío de la madrugada se torne difícil de tolerar.
A las 21:00 los primero invitados empezaron a llegar. Tomé el moderno jeep de un ex presidente de la Casa de la Cultura del Azuay y lo estacioné sin problemas. Dejé la respectiva tarjeta en el parabrisas y adjunté la otra a las llaves que colgué después en el respectivo tablero. Había cumplido mi primera misión.
Todo marchaba bien hasta que me tocó parquear un viejo auto Lada que tenía un embrague tan firme como una roca, el freno casi estropeado y la palanca de cambios con un peligroso bamboleo fruto del desgaste de sus piezas. Una sonora aceleración causó la risa de mis flamantes colegas y aumentó mi nerviosismo. Con cuidado disimulé mi desafortunada maniobra, estacioné el auto y fui por el siguiente.
Los novios bailaron el vals y la música tropical empezó a dibujar las primeras siluetas festivas en la ventanas del local… mi cuerpo pedía fiesta y sobra decir que los whiskys de la fiesta nunca llegarían donde nosotros. En compensación, dos de los ‘valets’ fuimos designados para comprar un naipe, tabacos y hot dogs. La idea era engañar al estómago hasta la cena.
En la casa adjunta al salón de recepciones, ubicada estratégicamente para ver la fiesta y los autos, organizamos una partida de póquer que por el frío no duró más de una hora. A la medianoche comprendí la importancia de las chompas y los gorros de lana. Yo sólo soplaba mis manos y fumaba para encontrar algo de calor.
Una entrada de mariscos, un plato con dos porciones de carne, una ensalada agridulce y arroz compuesto, fue lo más cerca que estuvimos de la fiesta. Claro que nuestros platos estaban dispuestos sin orden en una mesa de aluminio en la cocina del local.
Era lo mismo que en el salón principal comía un ex vicepresidente de la República, dos rectores de la universidades locales y una decena de ex diputados, pero podría jurar que en esa cocina el sabor era distinto.
Luego de saciar el apetito y de encender probablemente el quinto cigarrillo de la noche sólo nos restaba esperar que la fiesta se acabe, entregar sin tropiezos los autos y a dormir. Al día siguiente debía regresar allá, pero como invitado al matrimonio de un primo.
Pero los planes no se cumplieron necesariamente con esa lógica. La fiesta debió estar genial porque a las 02:30 la primera pareja solicitó su vehículo. Era el momento de improvisar los improvisados cursos sobre alarmas de vehículos que recibí unas horas antes.
El tercer vehículo que entregué fue el que confirmó mi pesimismo y desnudó mi falta de capacitación en alarmas. Recibí las llaves de un Volkswagen Golf blanco con un sistema de alarma muy extraño… presioné todos lo botones y pero el mecanismo no liberaba los seguros, medio desesperado abrí la puerta con las llaves y una avalancha de pitos, luces y chillidos puso mi adrenalina al límite.
Ignoré el ruido y encendí el auto. Parecía un carnaval o una campaña política, pero llegué con el auto hasta donde su propietario. Él había celebrado mucho esa noche y con su voz trabada me reclamaba airado por la demora y me amenazaba. Su esposa me salvó, logró silenciar el auto y llevar a casa al iracundo ciudadano.
Con relatos graciosos sobre el incidente logré que mi amigos piensen que no me afectó. No obstante yo concentraba mis malas vibraciones contra aquel tambaleante hombre, al que insulté con fervor en mi interior. ¡Pudo ser más amable considerando la complejidad de su mecanismo de alarma!
Disimulando mi mal genio e impotencia evadí todo lo posible entregar los vehículos. No pude liberarme de otros cuatro, pero en contraste con estos obtuve USD 7 en propinas. Un valor agregado que no había planeado.
Es noche no aprendí sobre alarmas, ni me convertí en un mejor conductor. Pero comprendía la importancia de ser amable con el personal de servicio en restaurantes, bares, hoteles… al final, ellos dejan de lado su diversión para satisfacer el bienestar de desconocidos.
Fue todo, salí hacia mi casa a las 04:30, cansado, con sueño, con frío y con la sensación de que esos USD 50 no fueron ninguna ganga.
Una del 2006, publicada en El Tiempo
10 comentarios:
Juan P. qué buena narración la disfrute de principio a fin.
Dulce
P.D Fui tu compañera en el master de IUP
Lo haces bien mi Juan se te quiere un montón y eres muy bueno haciendo lo tuyo.
Gracias por leerme queridas, sigan atentas al blog...
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